Capítulo en exclusiva de ‘La Catrina’, el nuevo libro del autor argandeño Amadeus Raven

por | Abr 28, 2025

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Diario de Arganda publica en exclusiva un capítulo de ‘La Catrina’, novela de intriga y misterio del autor local Miguel Ángel López bajo el pseudónimo de Amadeus Raven y que supone la continuación de su primera y exitosa obra narrativa, ‘El Poeta’.

La obra fue presentada en sociedad el pasado sábado en un multitudinario acto celebrado en la Cueva-Bodega de la Casa del Rey de Arganda, donde el autor vivió la puesta de largo de este nuevo libro que aúna misterio, thriller, meticulosidad narrativa e intriga y cuya recaudación íntegra se destinará a la Asociación Española Contra el Cáncer.

Gore

Todas las vidas acaban truncadas porque los muertos siempre dejan asuntos pendientes. Después de ser polvo, enamorado o no, ahí quedan, huérfanos y suspendidos, como heridas por abrir o por cerrar, como historias que no terminaron de nacer, desarrollarse o morir: un libro que leer o escribir, alguien a quien traicionar o por quien ser traicionado, un robo que cometer o una donación que realizar, un asesinato que perpetrar o una vida que salvar, una condena que cumplir, un perdón por conceder, una conversación pendiente o una amistad por terminar de olvidar, una compra por hacer, un regalo por devolver, una deuda que cobrar, una hipoteca que otros terminarán de pagar, un viaje por emprender o un puerto final al que arribar, alguien a quien besar o escupir, una familia con la que disfrutar o frustrarse, una boda por celebrar o un divorcio que firmar, una dignidad que lucir o arrastrar.

Abandonar este mundo provoca en los vivos unas incomodidades contractuales más punzantes que la pena por el finado y mucho más frustrantes que las preguntas metafísicas sobre la futilidad de la vida, pues el óbito pone en marcha la maquinaria inexorable de una burocracia que recae sobre las espaldas de los que quedan por morir, laminando la consternación e incordiándolos hasta el punto de que termina por sepultar entre papeles y diluir en trámites farragosos la memoria del difunto, condenada al olvido a pesar de las lágrimas efímeras que se puedan derramar y de alguna esquela forzada y tópica con la que se calque el dolor de los que afirman en otras iguales a ella que nunca lo olvidarán.

Existe otro tipo de muerte que escapa a los sentidos y solo se percibe por un leve silencio que se impone al paso del presunto vivo y se adhiere en el alma de los más avisados. Es un instante procesional que perfuma de silencio las palabras para que no sean dichas, arrebatadas por la esencia del recato que se impone al afán de castigo y termina transformado en enferma serenidad.

El sueño de la riqueza en vida se impone al de la gloria y persigue a los mortales, haciéndoles ofrecer el cuello de la honorabilidad al filo de la guillotina, sin parar a detenerse en las cabezas que aplasta.

En las honras fúnebres de Jacobo Nazareno, cuyo apellido no pudo ser más premonitorio de su espeluznante final, alguno de los asistentes fue a festejar más que a lamentar la desaparición del culpable de sus desdichas. El intruso que se refocilaba simulaba sumirse en un estado de ensimismamiento que los familiares y amigos del desaparecido confundirían con un dolor recatado que servía de contrapunto a las muestras de contrición más extrovertidas.

Sin duda la viuda del director del Hospital Psiquiátrico Penitenciario de Alicante jamás hubiese pensado que su marido tuviera enemigos tan mortales que disfrutaran de su desaparición acudiendo a sus exequias. Estaba tan devastada que no se fijó en la silueta de una mujer que, discretamente oculta tras un túmulo del cementerio de Nuestra Señora del Remedio, contemplaba la llegada del cortejo a la morada subterránea.

En cambio, el difunto Jacobo Nazareno sí que hubiese reconocido su mirada inhumana y el rictus congelado en los labios, en una media sonrisa que refulgía y en la que se adivinaba la oscuridad.

La fuga de Inés Luján de la cárcel había explotado en todos los telediarios y acabado con su tranquilidad de espíritu entre citaciones de sus superiores, investigaciones de la Unidad de Asuntos Internos de la Policía Nacional y malévolas preguntas de los periodistas, que como avispas habían colonizado su intimidad amenazando con enfangar su hasta entonces inmaculada imagen oficial.

Pero, aun así, el director de uno de los dos únicos centros penitenciarios de España que acogían a reclusos con trastornos mentales, junto con el de Sevilla, y que presumía de contar con un módulo dedicado exclusivamente a la atención de mujeres, hubiese agradecido infinitamente seguir soportando ese hostigamiento, seguir acarreando los jirones de su honor por los pasillos de la prisión que había dirigido durante años, antes que afrontar la mala muerte que lo aguardaba.

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El sueño eterno siempre espanta a los vivos. Nadie está preparado para abandonar el mundo de las sombras promulgado por Platón, y menos para ser asesinado de manera bárbara.

El truncamiento de la existencia de Jacobo Nazareno se asemejó al descorche de una botella de champán, pues la masa encefálica del director penitenciario salió expelida a través de la abertura del cráneo, perforado por la acción impulsora de un palo puntiagudo de dos metros y medio de longitud y quince centímetros de diámetro que lo atravesó desde el perineo hasta la unión de los huesos parietal y frontal, ascendiendo y retemblando a través de su cuerpo mientras destrozaba la pelvis, reventaba los intestinos, desgarraba el hígado, partía el corazón, quebraba la tráquea y arrasaba la médula espinal hasta penetrar en la cabeza, haciendo estallar la sutura coronal y prendiendo los fuegos artificiales de sus sesos.

La larga marcha del ariete a través de órganos, músculos, huesos y tejidos duró lo suficiente para que el desgraciado tomara consciencia de que lo estaban empalando mientras su voz se corrompía en un aullido gutural e inhumano.

Si, antes de sentir la violación del leño, Jacobo Nazareno no hubiese estado clavado por sus muñecas y tobillos en una cruz de aspas, con las piernas y los brazos abiertos y luchando entre estertores por cada bocanada de aire que conquistaba a costa de un dolor atroz infligido por su propio peso, el martirizado hubiese admirado la maravillosa imaginería barroca que contemplaba su ejecución: cristos, santos, apóstoles y vírgenes exquisitamente tallados en madera de pino policromada contemplaban el calvario de la masa amorcillada y blancuzca que se estremecía mientras la estaca se internaba en sus entrañas con un crujido perturbador.

Los ojos del alto funcionario de prisiones habían sido extirpados y las cuencas horadadas lloraban sangre. Los ríos rojos se despeñaban en cataratas y luego trazaban meandros sobre las mejillas, regando la flor amarilla que parecía emerger de sus labios. La cabeza del cadáver se mantenía dramáticamente enhiesta, sujetada por unas bridas a los maderos y coronada por una guirnalda de espinas que se clavaba en las sienes y en la frente. Sobre un trozo de tela ensartado en la corona se podía leer garabateada con trazos de sangre la expresión «INRI».

—Iesus Nazarenus, Rex Iudaeorum. Jesús de Nazaret, rey de los judíos —descifró el acrónimo alguien de la Policía científica, encomendándose a los recuerdos de algún curso de latín de antaño—. Se lo ha puesto fácil a su asesino —ironizó con negrísimo humor.

Si el alma de Jacobo Nazareno hubiese podido ver la escena desde el más allá, se hubiese conmovido al ver cómo las entrañas del cuerpo que la albergó se descolgaban por la entrepierna, resbalando hasta el suelo cuales sierpes que buscaran huir de su interior deshonrado.

—Esto sí que es gore.

Quien pronunció estas palabras se abrió paso entre los agentes de la científica y se acercó al crucificado con paso muy lento. El eco de sus pisadas resonó en el silencio de la sala, solo quebrado por el murmullo de alguna mínima conversación aséptica entre los técnicos que tomaban muestras y recogían pruebas.

La tenue luz que entraba por los amplios ventanales se esforzaba por alumbrar teatralmente la escena, pero terminaba huyendo ante los potentes focos que la policía había instalado para iluminar el calvario.

El recién llegado se detuvo a tres metros de la cruz sin mostrar ninguna emoción ante el repugnante escenario que tenía ante sí. El hombre parecía distraído, pero sus ojos volaron hacia el rollo de pergamino envuelto por un cordel rojo que colgaba fuertemente atado a la base del pene estrangulado y amoratado del espeto.

Giró su cabeza hacia el forense, buscando con la mirada el permiso para acercarse al cuerpo.

—Adelante, subinspector —lo autorizó Delmiro.

Samuel Espino se colocó los guantes profilácticos, avanzó hacia el empalado evitando escurrirse con las vísceras desparramadas, tomó cuidadosamente el pergamino, lo desenrolló y leyó lo que en él estaba escrito:

«INSTITUTO CERVANTES
CAJA DE LAS LETRAS N.º 1722
BUZÓN DE LOS HERMANOS MACHADO».

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