Las 17:30 horas de una tarde de verano. Un grupo de personas hace fila en la cuesta de Cáritas Parroquial, en la calle Juan XXIII, a escasos metros de la plaza. Aunque el reparto no empieza hasta las 18 horas, las familias prefieren llegar pronto y llevar carros para almacenar y transportar el lote que les corresponde.
Ahí está Abel, un mes más, para recoger comida para toda su familia. Una voluntaria le comunica que sigue sin haber pañuelos de la talla de su bebé. Tendrá que esperar al mes que viene, a ver si hay más suerte.
Después de Abel, es el turno de otras familias, mujeres y hombres que acuden con bolsas y carros de la compra para llevarse leche, galletas, pasta, arroz y otros alimentos de primera necesidad. La ‘cola del hambre’ esta vez no es tan numerosa como la de marzo y abril, pero a la sede de Cáritas Arganda siguen acudiendo unas veinte familias a diario.
La ‘cola del hambre’ de Cáritas Arganda. (Foto: Laura del Campo).El ‘pico’ más fuerte llegó con la pandemia de la Covid-19. El número de familias desfavorecidas que ha necesitado la ayuda de Cáritas se ha duplicado con respecto al año pasado. Si en 2019 se atendía a 125 familias, este año se ha llegado a 250. En ocasiones a 261, durante los momentos más difíciles de la crisis. A una media de 3 miembros por familia (2,9 según los cálculos de la Parroquia), hacen un total de 750 personas. Con la ‘nueva normalidad’, este incremento se ha estabilizado, aunque siguen acudiendo numerosas familias para pedir comida, familias que tienen lo justo para vivir cada día.
Subsistir con lo mínimo
“Esto no lo sabe mucha gente, pero los que aquí vienen cobran muy poquito dinero, y lo utilizan para comer y pagar el alquiler. Subsisten con lo mínimo, porque muchos viven en una habitación”, relata María Ángeles, voluntaria y coordinadora de Cáritas Arganda.
Desde su pequeño escritorio lleno de papeles y solicitudes de ayuda, María Ángeles nos cuenta cuál es su labor dentro de la entidad parroquial. Las familias que acuden cada día tienen una economía muy precaria. Algunas son asiduas; otras acuden en momentos puntuales, y cuando su situación mejora, ya no van más. Aunque la mayoría de ellas acude para pedir alimentos, a veces también se les ha facilitado ayuda económica para el abono transporte o para la compra de medicinas. Muchas son familias numerosas, aunque también las hay unipersonales.
“Primero les ofrecemos nuestra ayuda y luego ya les pedimos información y documentación justificativa de su situación. Pero lo más importante es la necesidad; el protocolo va después”, puntualiza la coordinadora.
Aunque en el cartel se indique que el servicio de reparto de comida acaba a las 19 horas, las voluntarias no suelen salir antes de las 20 horas. “Antes nos guiábamos por los aplausos, cuando se escuchaban todavía estábamos aquí”, comenta María Ángeles con su compañera Sonsoles.
Si echan la vista atrás, ambas recuerdan “lo terrible” que fueron los primeros días desde que se decretó el estado de alarma. Lo más angustioso llegó la tercera semana de marzo. “Fue de la noche a la mañana. Implantamos las medidas de seguridad que pudimos, para no contagiarnos, con la media puerta abierta. Les preparábamos unas bolsitas para no tocarnos. Venían los que estaban citados, pero también atendíamos a otros que no. Llevaban una semana sin cobrar”, rememoran las voluntarias.
Los voluntarios pudieron atender estas ‘avalanchas’ a duras penas. El párroco de la Iglesia San Juan Bautista, Antonio Herrera, describe cómo hicieron frente a aquella situación, ya que hasta entonces la gran mayoría de las personas que colaboraban con Cáritas eran mayores. Al ser población de riesgo, casi todos tuvieron que dejarlo. “Había 30 voluntarios y quedaron dos. Tuvimos que pedir socorro, y la verdad es que ha acudido bastante gente. Ahora tenemos 24 nuevos [voluntarios] para hacer frente a esos picos”, explica el arcipreste.
Aunque parezcan muchos, no lo son. El voluntariado se distribuye las tareas como puede. Hasta que llenan bolsas y cajas, revisan cuánto le toca a cada uno y qué documentación tienen pendiente, Sonsoles, María Ángeles y sus dos compañeras no dan abasto. No obstante, el trabajo sale adelante y cumplen una función altruista. “Somos un grupo de gente joven y mayor. Hemos hecho un buen equipo. No todos podemos venir todos los días. Tenemos un compañero que solo viene los jueves, al salir de trabajar, con su traje de carpintero”, comenta otra de las voluntarias.
La unión ciudadana, la fuerza contra la Covid-19
Después de aquellos meses, el local de Cáritas se adecuó para cumplir las medidas de seguridad y distanciamiento social. En la puerta se pueden apreciar dos mamparas separadoras junto a dos mesas, para facilitar el reparto.
También hubo que reestructurar el almacén. Cuando llegó la pandemia, había provisiones del Fondo de Ayuda Europea para las Personas Más Desfavorecidas (FEAD). Pero se fueron reduciendo poco a poco.
Por ello, muchas empresas y asociaciones de la localidad se han acercado hasta esta sede con sus propios coches, furgonetas y camiones cargados de alimentos. Tenían que llevar los kilos y kilos de comida en varios viajes, porque el almacén no daba para más. La ayuda del Ayuntamiento de Arganda ha sido de las más importantes, según el párroco.
Pero la inmensa mayoría de las donaciones procedía de particulares. ‘Héroes’ anónimos, vecinos y vecinas, que iban a hacer la compra y destinaban algunas bolsas para Cáritas. Este pequeño gesto ha sido el alivio de muchas familias del municipio que han podido sobrevivir a una crisis económica y social sin precedentes.
En la crisis de la Covid-19, la unión sí ha hecho la fuerza, sobre todo la unión de la ciudadanía. “Todos hemos estado muy unidos. Yo creo que por eso hemos salido adelante”, insiste María Ángeles después de relatar su experiencia durante estos meses. Una experiencia que, al fin y al cabo, nunca olvidarán.
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